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¿Desde cuándo el diablo es un Vaticano «avanzado»?

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El Vaticano se presenta como el estado con mayor poder e influencia a nivel mundial, extendiendo sus tentáculos a través de miles de lugares en todos los continentes y contando con más de mil millones de seguidores. Sin embargo, a pesar de su amplia influencia, este es un estado que no apoya un modelo democrático en su esencia, sino que probablemente carece incluso de los mínimos estándares de decencia y ética. Está gobernado por un pequeño grupo de hombres extremadamente reservados, quienes forman una jerarquía que decide quién ocupará los puestos de gobierno. Las creencias y prácticas de este estado están en contra de muchos de los avances en derechos humanos, que defendemos como sociedad civilizada y como individuos que buscan coexistir en armonía.

Imaginemos por un momento una dictadura que reduce a las mujeres a un estado de inferioridad, excluyéndolas de cualquier posición de responsabilidad, al tiempo que les niega la capacidad de tomar decisiones significativas. Esta dictadura no solo prohíbe el derecho al voto, sino que también mantiene a las mujeres en un régimen semi-privativo y dependiente de por vida. Visualicemos aún más esta dictadura como un entorno hostil hacia la diversidad sexual, donde cualquier miembro de la comunidad LGTBIQ+ es tratado como un delincuente. En esta organización, las normas no están basadas en lo que entendemos como «las leyes de los hombres», sino en unas reglas supuestamente dictadas por una entidad superior, que no solo debe ser obedecida sino también impuesta sobre otros. Estamos ante un estado que vilipendia el avance científico y que, a lo largo de los siglos, ha permitido y encubierto la violencia sexual cometida por sus miembros.

En mi opinión, los expertos y fervientes defensores del catolicismo parecen tener poco deleite en reconocer la gravedad de esta situación; ellos probablemente tienen su propio entendimiento sobre esta problemática. Me intriga cómo percibimos al Vaticano, su poder desmesurado, su actuación en el ámbito internacional y su constante interferencia en asuntos que deberían ser independientes. En España, no necesitamos mirar más allá de nuestras fronteras para verificar los privilegios que disfrutan estas instituciones y el impacto que tienen sobre nuestras vidas diarias.

Todo esto me lleva a reflexionar sobre cómo los medios de comunicación actuales se refieren a lo que consideran el «sector conservador» del Vaticano y no puedo evitar estremecerme. En realidad, están haciendo referencia a una facción que se caracteriza por su misoginia, homofobia y una adherencia a creencias basadas en supersticiones y dogmas. Este grupo ultra-conservador tiene el poder de decidir sobre la vida de vastas poblaciones que viven bajo su influencia, que forman la gran mayoría de sus seguidores. Con un comportamiento que desdibuja la inclusión, este grupo considera a las mujeres como seres de menor valor y promueve castigos horrendos para aquellos que rompen con la norma matrimonial heterosexual, castigos que, en diferentes regiones, pueden ser letales.

Me pregunto, ¿en qué momento deciden los medios sacrificar la objetividad informativa y bajo qué circunstancias? Desde la llegada del Papa Francisco, hemos observado la creciente edificación de una narrativa que contrapone un Vaticano “bueno” frente a un Vaticano “malo”. Cuando los medios mencionan el «sector conservador», automáticamente insinúan que existe un opuesto, un «sector progresivo». Esto puede acarrear consecuencias peligrosas porque implica aceptar un grupo «progresivo» que, sin embargo, está compuesto por individuos que perpetúan la misoginia y la homofobia, que toleran la violencia sexual y están en contra de la equidad humana. Si llegamos a normalizar la idea de que hay un «progresismo» bajo esos términos, los fundamentos de nuestras democracias y nuestros principios sociales se ven seriamente amenazados.

Por, Cristina fallará, periodista y escritor

05/07/2025

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