Esta semana, al cineasta iraní Jafar Panahi (1960) se le prohibió salir de su país durante dos años en ausencia. La medida fue impuesta por un tribunal revolucionario bajo cargos de “propaganda contra el régimen y amenaza a la seguridad nacional”. La historia de Panahi con el sistema de justicia iraní incluye una extensa serie de demandas, encarcelamientos y huelgas de hambre provocadas por sus trabajos cinematográficos y su postura pública hacia el gobierno. Las autoridades de la república islámica le impidieron hacer películas durante 20 años desde 2010 y a pesar de ello, Panahi ha logrado filmar con todo en su contra.
Quizás no sea casualidad que su nueva película, un simple accidente ( Yek Tasadef sadehIrán-Francia-Luxemburgo-Estados Unidos, 2025) obtuvo la Palma de Oro en Cannes, un festival cuyos jurados no sólo tuvieron en cuenta la hábil, sensible y eficaz narrativa de la película, sino también la valentía política de un cineasta que posee una admirable sencillez y al mismo tiempo es capaz de proponer una extraordinaria profundidad social, como ocurre en la obra de otros excepcionales directores iraníes como el desaparecido Abbas Kiarostami, Majid Majidi, Asghar Farhadi o Mohammad Rasoulof. Y su obra más reciente es una especie de grito de rabia y una recapitulación de los horrores vividos ante la injusticia, la intolerancia y la violenta represión por parte del régimen iraní.
Esta es una película muy alejada de su debut con el globo blanco (1995); Una obra aparentemente sencilla y cercana a los melodramas neorrealistas italianos y mexicanos de barrios empobrecidos en la que Panahi contaba la historia de un niño y su hermana pequeña en Nochevieja y su intento de recuperar el dinero perdido que su madre les confió con gran sacrificio para comprar un pescado. Tres décadas después, un simple accidente Deja atrás esa conmovedora y divertida historia de inocencia infantil para sumergirse en una serie de situaciones no exentas de ironía, drama y suspenso cotidiano protagonizadas por una serie de personajes que representan la sociedad iraní actual: víctimas y victimario.
Comienza con un prólogo bastante inquietante: en una carretera solitaria, un hombre que viaja en coche con su mujer y su pequeña hija atropella a un perro. Este incidente provocará una serie de acontecimientos inesperados que unirán a un grupo dispar de personas acosadas y humilladas por el régimen y su posible torturador: un hombre llamado Eghbal (Ebrahim Azizi) con una pierna ortopédica, cuyo sonido al gatear es Vahid (Vahid Mobasseri), un modesto mecánico que decide golpearlo, secuestrarlo en una carreta y enterrarlo en el desierto, pero al dudar de que se haya equivocado, decide llevarlo a otros conocidos que podrían arrojar luz sobre su identidad: Shiva (Mariam Afshari), una fotógrafa de bodas, una pareja que se casará al día siguiente con Goli y Ali (Hadis Pakbaten y Majid Panahi) y Hamid (Mohamad Ali), un sujeto agresivo que los anima a matarlo.
un simple accidente Es una historia moral entretenida y al mismo tiempo angustiosa y demoledora en la que el película de carreterala casi surrealista comedia negra y ácida, el drama social, el suspenso política, la piedad y la exigencia de justicia. La eficacia narrativa de Panahi consigue que estos elementos encajen de una manera tan natural como sorprendente para realizar una sutil crítica a medio camino entre la propia obra irónica de Panahi ( Esto no es una película, Taxi Teherán), el humanismo de Majidi ( barán, Los hijos del sol), los colapsos éticos y opresivos de Farhadi ( El vendedor ambulante, el héroe) y la reflexión sobre el oscurantismo teocrático represivo iraní de Rasoulof ( El mal no existe, La semilla del fruto sagrado.).
Escenas tan divertidas como la de los policías corruptos, otras potentes como la del torturador abandonado con los ojos vendados, pero sobre todo, momentos de enorme introspección como la ayuda de las víctimas a la mujer del victimario a punto de dar a luz o la inquietante escena final en la que Panahi parece decir que erradicar el mal de la sociedad será imposible.
